En un prólogo a la hermosa novela de Buzzati, El desierto de los tártaros,
Borges nos dice que, aunque es imposible revelar el canon del presente,
existen hombres que el tiempo no dejará morir. Quizá nos aventuremos
mucho, pero es muy posible que en algunas décadas los nombres de Óscar
de Pablo y Yaxkin Melchy lideren la poesía mexicana. El baile de las condiciones,
la penúltima obra de De Pablo, sorteará con facilidad los exámenes más
rigurosos para apropiarse de un lugar en la tradición de nuestro país.
Rebelde
por naturaleza y con causa, el poeta se formó primero, por lo menos vía
institucional, en los trabajos de la política. Su obra no desmerece
esta educación. Su título iniciático, Los endemoniados, utiliza
la retórica cristiana para defender la hermandad entre los hombres y
auspiciar y promover justicia para los sectores más desfavorecidos,
impulsando a sus protagonistas a la compasión, el valor, la honestidad y
la dignidad humana. Aunque solidaria, la voz del poeta no es un
panfleto: abruma tanto su vocación como su intelecto: sus hombres son
más reales que los cientos de personajes que se pasean por algunas
novelas. Es imposible no conmoverse por este grupo que anda a oscuras,
que tropieza y llora y se arrepiente, un resto de esperanzas y de
angustias, que se lamenta por la realidad del hambre, como decía Neruda
que debían hacer los grandes poetas en su lírica. La maestría de este
proceso de construcción, que no da por resuelta la naturaleza de sus
actores desde un principio, suele ser atípica en los escritores jóvenes,
a menos que éstos estén llamados para las grandes tramas. Otro tema y
otra historia, el tiempo también encarna una obsesión para el escritor
citadino: se vincula a los procesos de producción materialista, en tanto
que la vida del hombre moderno se divide en jornadas laborables y días
de asueto. Como Revueltas, recupera para el socialismo el tiempo mítico,
entretejiendo en los ciclos eternos las lentas horas de la realidad
inmediata. Los versículos son un reloj: los versos, tiempo. Como la voz
es su bien más preciado, el dios escriba les da a sus hijos el don de la
palabra divina: y sus nombres son Marcos, Juan, Mateo y Lucas: los
evangelistas. Sabemos que estos hombres se dirigen al abismo, porque
nunca se ha mostrado ingenuo su autor. Sin embargo, esperamos un
triunfo, un dejo de misericordia, aun cuando nos aclaren: “Destruir es
crear, como en el torno”. Al final, un ambiguo canto se eleva, y
esperamos que su significado no sea irónico: “Aleluya”.
El autor reservó toda su capacidad para la pirotecnia de El baile de las condiciones,
posible obra maestra de la poesía mexicana. Hablamos de tempestad, no
de autocomplacencia ni de satisfacción falsa frente al compromiso: los
versos del autor los dicta un huracán. Es intrépido, voraz: allá donde
esté el límite del lenguaje, su plus ultra, su infierno. No le alcanza
la voz, el acto, la frase: tiene que reventar, que desbaratar los
márgenes. Su escritura prosaica es admirable: aún en los versos más
largos (párrafos enteros) está la medida paladeada. Mantiene sus temas,
su naturaleza. Fiel a sí mismo, se celebra nuevo. Desborda la
religiosidad de este conglomerado de poemas. En “Nadie (que yo conozca)
es Tolome III” busca una representación bíblica de un enfrentamiento,
ridiculizando a su vez al hombre autoritario, al tirano con su ejército
de elefantes. Su presentación, novedosa para la obra de De Pablo,
precisa cada detalle, y se desborda y se contiene, como una presa
edificada por el mejor arquitecto. La poesía no se fractura porque apoya
su dicción y su esencia en la repetición y la reconstrucción de la
palabra, que se hace dos palabras; tres, cien, mil vocablos. La
experimentación es razonada y no decae en un capricho absurdo. Es un
verso que se da a luz, que se reproduce. Repetir y desglosar, ir
aumentando, la añadidura como proceso poético:
Y el mar es la ciudad hecha de lucecitas. Y su marea lo va/ desenredando en mares. Y es también un desierto que se crispa de flechas, de luces y de espuma. Y se alza de cerveza. Y se queda dormido como un tronco. Y despierta ciudad. Y son veinte millones de arcos tensos, cada uno con su flecha. Y es una maquinaria. Y es una enredadera estrangulada/ por su trama de hilos.
La disposición de las
comas nos facilita la lectura, administrando las pausas con suficiencia
para hacer posible la lengua vasta y desplegada. Pero la innovación
formal encubre (sin estorbar) la esencia de la obra de Óscar de Pablo,
que se obstina en su compromiso social, pues en el subsuelo de su poesía
aguarda el mensaje, la denuncia. De igual forma, perdura la angustia
inicial, la decadencia venidera. Es así que en el poema lírico subyace
el verso comprometido. Es la violencia del hombre ante la ley: frente a
su naturaleza. La sensualidad de la palabra tortuosa: como una serpiente
que se anuda y se estrangula suavemente. Un erotismo doloroso, casi
culpable, ante el mundo en llamas. La riqueza verbal de De Pablo hostiga
al lector, es diabólica: “Es un quemarse largo sin crepitaciones/ que
no conoce márgenes ni ruido. Nada hay en el incendio/ sino el incendio
mismo. El cielo de la sierra de Chihuahua/ es una espada blanca,
insomne, interminable”. Su vena amorosa sigue esa ruta: “y en el fondo
de ti, amada, eres el Diablo: dame tu bienvenida”. Y todo es llama.
La
poesía de Óscar de Pablo se postula como una de las grandes creaciones
líricas de nuestro tiempo. Si no escribiera ya más, si desapareciera del
mapa literario, habría partido satisfecho, pues habría cumplido su
cometido: será perdurable como el infierno.
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