viernes, 26 de julio de 2013

Óscar de Pablo: el insurrecto

En un prólogo a la hermosa novela de Buzzati, El desierto de los tártaros, Borges nos dice que, aunque es imposible revelar el canon del presente, existen hombres que el tiempo no dejará morir. Quizá nos aventuremos mucho, pero es muy posible que en algunas décadas los nombres de Óscar de Pablo y Yaxkin Melchy lideren la poesía mexicana. El baile de las condiciones, la penúltima obra de De Pablo, sorteará con facilidad los exámenes más rigurosos para apropiarse de un lugar en la tradición de nuestro país.
Rebelde por naturaleza y con causa, el poeta se formó primero, por lo menos vía institucional, en los trabajos de la política. Su obra no desmerece esta educación. Su título iniciático, Los endemoniados, utiliza la retórica cristiana para defender la hermandad entre los hombres y auspiciar y promover justicia para los sectores más desfavorecidos, impulsando a sus protagonistas a la compasión, el valor, la honestidad y la dignidad humana. Aunque solidaria, la voz del poeta no es un panfleto: abruma tanto su vocación como su intelecto: sus hombres son más reales que los cientos de personajes que se pasean por algunas novelas. Es imposible no conmoverse por este grupo que anda a oscuras, que tropieza y llora y se arrepiente, un resto de esperanzas y de angustias, que se lamenta por la realidad del hambre, como decía Neruda que debían hacer los grandes poetas en su lírica. La maestría de este proceso de construcción, que no da por resuelta la naturaleza de sus actores desde un principio, suele ser atípica en los escritores jóvenes, a menos que éstos estén llamados para las grandes tramas. Otro tema y otra historia, el tiempo también encarna una obsesión para el escritor citadino: se vincula a los procesos de producción materialista, en tanto que la vida del hombre moderno se divide en jornadas laborables y días de asueto. Como Revueltas, recupera para el socialismo el tiempo mítico, entretejiendo en los ciclos eternos las lentas horas de la realidad inmediata. Los versículos son un reloj: los versos, tiempo. Como la voz es su bien más preciado, el dios escriba les da a sus hijos el don de la palabra divina: y sus nombres son Marcos, Juan, Mateo y Lucas: los evangelistas. Sabemos que estos hombres se dirigen al abismo, porque nunca se ha mostrado ingenuo su autor. Sin embargo, esperamos un triunfo, un dejo de misericordia, aun cuando nos aclaren: “Destruir es crear, como en el torno”. Al final, un ambiguo canto se eleva, y esperamos que su significado no sea irónico: “Aleluya”.
El autor reservó toda su capacidad para la pirotecnia de El baile de las condiciones, posible obra maestra de la poesía mexicana. Hablamos de tempestad, no de autocomplacencia ni de satisfacción falsa frente al compromiso: los versos del autor los dicta un huracán. Es intrépido, voraz: allá donde esté el límite del lenguaje, su plus ultra, su infierno. No le alcanza la voz, el acto, la frase: tiene que reventar, que desbaratar los márgenes. Su escritura prosaica es admirable: aún en los versos más largos (párrafos enteros) está la medida paladeada. Mantiene sus temas, su naturaleza. Fiel a sí mismo, se celebra nuevo. Desborda la religiosidad de este conglomerado de poemas. En “Nadie (que yo conozca) es Tolome III” busca una representación bíblica de un enfrentamiento, ridiculizando a su vez al hombre autoritario, al tirano con su ejército de elefantes. Su presentación, novedosa para la obra de De Pablo, precisa cada detalle, y se desborda y se contiene, como una presa edificada por el mejor arquitecto. La poesía no se fractura porque apoya su dicción y su esencia en la repetición y la reconstrucción de la palabra, que se hace dos palabras; tres, cien, mil vocablos. La experimentación es razonada y no decae en un capricho absurdo. Es un verso que se da a luz, que se reproduce. Repetir y desglosar, ir aumentando, la añadidura como proceso poético:
Y el mar es la ciudad hecha de lucecitas. Y su marea lo va/ desenredando en mares. Y es también un desierto que se crispa de flechas, de luces y de espuma. Y se alza de cerveza. Y se queda dormido como un tronco. Y despierta ciudad. Y son veinte millones de arcos tensos, cada uno con su flecha. Y es una maquinaria. Y es una enredadera estrangulada/ por su trama de hilos.
La disposición de las comas nos facilita la lectura, administrando las pausas con suficiencia para hacer posible la lengua vasta y desplegada. Pero la innovación formal encubre (sin estorbar) la esencia de la obra de Óscar de Pablo, que se obstina en su compromiso social, pues en el subsuelo de su poesía aguarda el mensaje, la denuncia. De igual forma, perdura la angustia inicial, la decadencia venidera. Es así que en el poema lírico subyace el verso comprometido. Es la violencia del hombre ante la ley: frente a su naturaleza. La sensualidad de la palabra tortuosa: como una serpiente que se anuda y se estrangula suavemente. Un erotismo doloroso, casi culpable, ante el mundo en llamas. La riqueza verbal de De Pablo hostiga al lector, es diabólica: “Es un quemarse largo sin crepitaciones/ que no conoce márgenes ni ruido. Nada hay en el incendio/ sino el incendio mismo. El cielo de la sierra de Chihuahua/ es una espada blanca, insomne, interminable”. Su vena amorosa sigue esa ruta: “y en el fondo de ti, amada, eres el Diablo: dame tu bienvenida”. Y todo es llama.
La poesía de Óscar de Pablo se postula como una de las grandes creaciones líricas de nuestro tiempo. Si no escribiera ya más, si desapareciera del mapa literario, habría partido satisfecho, pues habría cumplido su cometido: será perdurable como el infierno.

Publicado anteriormente en telecápita.org.

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