lunes, 16 de octubre de 2017

Buscar era mi signo



Mi incredulidad me lleva a considerar pocas novedades como verdaderas. A mis ojos, la evolución fue la primera vanguardia, la única. El hombre que dijo las primeras palabras fue el más arriesgado, el más original. Después de ese balbuceo todo ha sido agotada repetición. Los movimientos literarios me fastidian cuando su orgullo está sólo en la inventiva, la falsa inventiva. Las novedades envejecen más rápido que el perfeccionamiento, que es inagotable. Pero, aún con mi obstinación, hay que admitir la importancia de ciertos experimentalismos: detrás está la investigación sobre la naturaleza de la literatura y sus límites. 
El siglo XX fue el siglo de la experimentación literaria, o al menos lo fue en espíritu. También fue la época de la consigna política. Las naciones vieron entonces enfrentadas a dos facciones culturales: los comprometidos y los vanguardistas. Cualquier exploración seria deja patente que las categorías se trasvasan y que un comprometido muchas veces es también un formalista. Que diversas vanguardias se decantaran en movimientos políticos debería hacemos entender que el riesgo es un compromiso. Aunque para los escritores sociales el trabajo del artista, al menos desde lejos, tomara el aspecto de la comodidad si no se abocaba a la denuncia, la preocupación central era la misma, o como mínimo la pregunta que originaba era similar: ¿contra qué lucha el escritor? ¿Cuál es su riesgo? Es también ésta la pregunta de Rayuela, su juego, su búsqueda. 
Hablar de riesgo y de libros conlleva, en nuestros días, cierta imprecisión y falsedad, toda vez que a ojos de un reseñista pagado cada novela es la más arriesgada (del autor, de la literatura regional, del siglo o del género). Hay que decir, pues, qué es el riesgo de Rayuela, y no lo es, aunque se crea, su orden. La estructura del juego, ese salto a una y otra casilla, se inventó a principios del XX y lleva el nombre de montaje (y si forzamos la percepción, el cubismo hace saltar también la vista de un fragmento a otro). Rayuela no es ni la primera ni la última en hacer uso del arte combinatorio, quizá el arte por excelencia. Los desencantados, el “libro en una caja” de B. S. Johnson que consiste en pliegos sueltos para que el lector elija su disposición se publicó seis años después que la novela de Cortázar. El tarot, que Alberto Cousté define como “el libro de la imaginación” y cuya lectura es cambiante, desordenada, trasformativa, antecede a Rayuela por cientos de años. La obra de Cortázar habla de la locura. El tarot enloqueció a un rey de Francia. El circo en Rayuela representa el juego, la entrada a un mundo de valores subvertidos, por eso sus empleados pueden transitar hacia el psiquiátrico cuando el dueño compra el hospital: estaban ya cerca de la locura. El tarot surgió también de un juego de cartas y derivó en la adivinación, esa revelación de la mente que le ocurre a los profetas y a los lunáticos (esa realización de la realidad más allá de la realidad que le ocurre a más de un personaje de la novela). 
Reducir la obra de Cortázar a un truco formal, no tanto una técnica como un espejismo, supone que la propuesta no se distancia mucho de un chiste: que se agota cuando se conoce el remate humorístico. Triste desenlace de los renovadores: ser el primero en algo, o el aparente primero, es un estigma. Los innovadores llevan la cruz de la originalidad como su único rostro. Y sin embargo, Rayuela sobrevive a su propia novedad, y no por una posible lectura secundaria en un orden lineal (o no lineal, si primero se ha optado por el convencionalismo). Lo que reorganizamos con la lectura de Rayuela no es la historia de Oliveira, un intelectual que reniega del mundo intelectual pero que está atrapado en sus discusiones, sino nuestra idea del libro. Supongamos que se pierde el tablero de instrucciones, que se borran los números al final de cada capítulo, que no sabemos que hay que detenernos concluido el capítulo “56”, que cierra “Del lado de acá”, y que leemos Rayuela de la primera a la última página. Ahí, en ese recorrido, que es como cualquier otro recorrido literario, se arriesga la idea del libro. Porque la fragmentariedad de Rayuela no está en el manual que dicta un orden, más bien se halla en la división tripartita que es separada por subtítulos y por abismos de estilo, un cambiar de mano a media historia, y luego la antología aleatoria del tercer acto, algo así como una feria. Este cambio abrupto, el espejo roto que da vueltas, deforma y divide al lector, al libro, a la literatura y aún al autor, es su búsqueda incesante, quizá no de una respuesta absoluta, pero sí de un camino que nos permita por un momento acercarnos a eso inefable que es la experiencia artística y que también está representada en la búsqueda de la Maga, una Beatriz moderna que evoca la poesía y la realidad más allá de la realidad; y aún cuando el giro no es perfecto, cuando es una propuesta con fallas y resoluciones burdas (que se quiera, por ejemplo, que cada capítulo, que cada párrafo sea una tesis sobre la vida, el universo, el hombre, el arte y así sin final, me parece valeroso y espeluznante; atrevido, pero quizá también liviano), lo que enloquece y maravilla (el arte) está en que cada uno debe salir a la búsqueda de su Rayuela como quien trata de descubrir qué es la literatura. Y la duda se enciende igual que cuando uno ve por primera vez el Guernica o escucha a Charlie Parker o entra a la obra maestra de Gaudí, la Sagrada Familia, y la garganta se cierra, las palabras no salen y uno no sabe ni por dónde comenzar. 
Sí, hablar de riesgo, de innovación, de búsqueda es o un peligro o una imprecisión. Hemos hecho de la novedad nuestra fe. Un mundo sin la idea de progreso, un mundo acabado descubre nuestras limitaciones tan humanas, mismas que nos aterran porque revelan que no todo es posible, y la esperanza es nuestro más duradero acicate para dirigirnos al futuro. No obstante, hay que aceptar que la innovación suele sonar a estafa, a cosas ya dichas. Quizá sea mejor, como los escritores comprometidos, referirnos a la novedad y al riesgo como una responsabilidad, y creer que en la literatura hay algo que se apuesta, es decir, que hay algo que se puede ganar o perder. ¿Qué arriesgamos, pues, con la literatura? La realidad.