Existe en Venecia, apartado del centro y por demás
extremo y antípoda de la Piazza San Marco, un restaurante a la orilla de
un puente. Como otros, está iluminado con luz de velas y en medio de
cada mesa se ofrecen el vino, el aceite y el bálsamo aromático para la
vinagreta. Su dueño asiste todas las noches y su italiano es perfecto o
así parece en oídos extranjeros. Habla, sin embargo, otra lengua secreta
y menos concurrida en el Mediterráneo. Ante algunos comensales de
luengas barbas negras es un sultán o un emir elocuente. Nada ha olvidado
de la antigua Arabia: el Medio Oriente es el mejor habitante de los
canales. Lo supo Marco Polo, quizá el más eminente de los viajeros: más
espíritu que hombre; y, ante todo, más europeo que viajante. Su visión
de las regiones orientales es ya canónica y hasta se ha repetido en
América y en África. Pero el registro es distinto cuando el que lo
modula pertenece también a una región ficcionalizada. Subversivo
incluso, anómalo: extranjero. Tal naturaleza es equivalente a la del
escritor Sergio Pitol, que por mucho tiempo vivió en los barcos de carga
sin otra habitación fija. Como escritor, el autor de Tríptico del carnaval
se empeña en tergiversar. Su relato es marcadamente deforme, como la
visión que se tiene frente algunos espejos de carnaval. En “Nocturno de
Bujara” narra no la fantasía, sino el desasosiego; y todo es producto de
una farsa. No se maravilla: se extraña. Y se incomoda la verdad o la
versomilitud como si se hablara desde la niebla.
Es posible que una de las anécdotas más frecuentadas en torno a la figura de Pitol sea la que él mismo relata al inicio de El arte de la fuga,
el momento en que el escritor arriba a Venecia y se percata de la
pérdida de sus anteojos. No es sólo ser ajeno, sino sumarle a la
naturaleza de extranjería la imposibilidad. El protagonista de “Nocturno
de Bujara” desconoce la totalidad de la historia que nos ofrece. Su
aislamiento en la realidad de la trama se activa y refuerza en la
reclusión narrativa: es autor de una obra que en parte ignora y que sin
embargo parece realizarse. Nada sabe de Samarcanda ni del falso Feri
Nagy. Pitol forma un acto reflejo de los cronistas de indias que nunca
habían visitado América y que a partir (a imitación) de Marco Polo
deducían las “ínsulas extrañas”. La subversión indaga en terrenos
peligrosos. El blanco de la comedia cruel de “Nocturno de Bujara”
forzosamente se encarna en una italiana con la pregunta implícita: ¿y
qué hubiera sido de los conquistadores si en el momento de la
confrontación hubieran resultado ciertas las historias de gigantes y
demonios? Pero la ceguera del narrador no permite intuir la respuesta y
es así que el efecto de extrañamiento se aguza y perfecciona. El mayor
logro no es el ahondamiento de la veracidad si no su puesta en jaque:
¿es real la realidad? Mientras que la tradición Europea se obstina en la
autenticación de lo maravilloso (como sucede en el genial libro de
Calvino, Las ciudades invisibles) el procedimiento de Pitol es inverso
pero igualmente efectivo: extrañar la realidad. Su movimiento no
consiste en el acercamiento sino en la lejanía: el pasaje final del
relato se lleva a cabo en el aeropuerto a la espera del abordaje. La
distancia se articula también en el recurso de la puesta en abismo:
aparta al lector, redobla la ficción para concluir con una vuelta de
tuerca que profundiza los niveles narrativos. No son de menor ayuda las
procedencias de los personajes, todos extranjeros al cubo que, a pesar
de su situación, no deducen o no vislumbran su extraterritorialidad y
viven en su anomalía como en su patria. Y queda ante los ojos una
especie de humo, como en las actuaciones de los mejores farsantes y de
los más prestigiosos ilusionistas.
Publicado anteriormente en Telecapita.org.
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