viernes, 26 de julio de 2013

Las ciudades y las noches: “Nocturno de Bujara”, de Sergio Pitol

Existe en Venecia, apartado del centro y por demás extremo y antípoda de la Piazza San Marco, un restaurante a la orilla de un puente. Como otros, está iluminado con luz de velas y en medio de cada mesa se ofrecen el vino, el aceite y el bálsamo aromático para la vinagreta. Su dueño asiste todas las noches y su italiano es perfecto o así parece en oídos extranjeros. Habla, sin embargo, otra lengua secreta y menos concurrida en el Mediterráneo. Ante algunos comensales de luengas barbas negras es un sultán o un emir elocuente. Nada ha olvidado de la antigua Arabia: el Medio Oriente es el mejor habitante de los canales. Lo supo Marco Polo, quizá el más eminente de los viajeros: más espíritu que hombre; y, ante todo, más europeo que viajante. Su visión de las regiones orientales es ya canónica y hasta se ha repetido en América y en África. Pero el registro es distinto cuando el que lo modula pertenece también a una región ficcionalizada. Subversivo incluso, anómalo: extranjero. Tal naturaleza es equivalente a la del escritor Sergio Pitol, que por mucho tiempo vivió en los barcos de carga sin otra habitación fija. Como escritor, el autor de Tríptico del carnaval se empeña en tergiversar. Su relato es marcadamente deforme, como la visión que se tiene frente algunos espejos de carnaval. En “Nocturno de Bujara” narra no la fantasía, sino el desasosiego; y todo es producto de una farsa. No se maravilla: se extraña. Y se incomoda la verdad o la versomilitud como si se hablara desde la niebla.
Es posible que una de las anécdotas más frecuentadas en torno a la figura de Pitol sea la que él mismo relata al inicio de El arte de la fuga, el momento en que el escritor arriba a Venecia y se percata de la pérdida de sus anteojos. No es sólo ser ajeno, sino sumarle a la naturaleza de extranjería la imposibilidad. El protagonista de “Nocturno de Bujara” desconoce la totalidad de la historia que nos ofrece. Su aislamiento en la realidad de la trama se activa y refuerza en la reclusión narrativa: es autor de una obra que en parte ignora y que sin embargo parece realizarse. Nada sabe de Samarcanda ni del falso Feri Nagy. Pitol forma un acto reflejo de los cronistas de indias que nunca habían visitado América y que a partir (a imitación) de Marco Polo deducían las “ínsulas extrañas”. La subversión indaga en terrenos peligrosos. El blanco de la comedia cruel de “Nocturno de Bujara” forzosamente se encarna en una italiana con la pregunta implícita: ¿y qué hubiera sido de los conquistadores si en el momento de la confrontación hubieran resultado ciertas las historias de gigantes y demonios? Pero la ceguera del narrador no permite intuir la respuesta y es así que el efecto de extrañamiento se aguza y perfecciona. El mayor logro no es el ahondamiento de la veracidad si no su puesta en jaque: ¿es real la realidad? Mientras que la tradición Europea se obstina en la autenticación de lo maravilloso (como sucede en el genial libro de Calvino, Las ciudades invisibles) el procedimiento de Pitol es inverso pero igualmente efectivo: extrañar la realidad. Su movimiento no consiste en el acercamiento sino en la lejanía: el pasaje final del relato se lleva a cabo en el aeropuerto a la espera del abordaje. La distancia se articula también en el recurso de la puesta en abismo: aparta al lector, redobla la ficción para concluir con una vuelta de tuerca que profundiza los niveles narrativos. No son de menor ayuda las procedencias de los personajes, todos extranjeros al cubo que, a pesar de su situación, no deducen o no vislumbran su extraterritorialidad y viven en su anomalía como en su patria. Y queda ante los ojos una especie de humo, como en las actuaciones de los mejores farsantes y de los más prestigiosos ilusionistas.

Publicado anteriormente en Telecapita.org.

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