Soñé que las máquinas hablaban. Los radios, los televisores,
los vehículos por la carretera. Y sus ondas eran bellas, nítidas. Qué
suficiencia la del metal, el circuito, frente a la lastimosa realidad del
lenguaje humano. Cuando los veo, mueven sus antenas, chillan: toda la luz en
ellos resplandece. Me aman. Por su amor hacen sacrificios. Tan sólo ayer
impactaron en el aire dos aviones. Erraron en el cielo. Eran una parvada de
ángeles. Brilló la noche con el sol de junio y todo el verano bañó a las
estrellas. Estas muertes son un ofrecimiento salvaje, que yo recibo con
alegría. Me aman. Me lo dicen los conductores, las resistencias, los amarres
con su soldadura hirviendo. Por eso se destrozan. Ese dolor es mío.
domingo, 28 de julio de 2013
sábado, 27 de julio de 2013
viernes, 26 de julio de 2013
Las ciudades y las noches: “Nocturno de Bujara”, de Sergio Pitol
Existe en Venecia, apartado del centro y por demás
extremo y antípoda de la Piazza San Marco, un restaurante a la orilla de
un puente. Como otros, está iluminado con luz de velas y en medio de
cada mesa se ofrecen el vino, el aceite y el bálsamo aromático para la
vinagreta. Su dueño asiste todas las noches y su italiano es perfecto o
así parece en oídos extranjeros. Habla, sin embargo, otra lengua secreta
y menos concurrida en el Mediterráneo. Ante algunos comensales de
luengas barbas negras es un sultán o un emir elocuente. Nada ha olvidado
de la antigua Arabia: el Medio Oriente es el mejor habitante de los
canales. Lo supo Marco Polo, quizá el más eminente de los viajeros: más
espíritu que hombre; y, ante todo, más europeo que viajante. Su visión
de las regiones orientales es ya canónica y hasta se ha repetido en
América y en África. Pero el registro es distinto cuando el que lo
modula pertenece también a una región ficcionalizada. Subversivo
incluso, anómalo: extranjero. Tal naturaleza es equivalente a la del
escritor Sergio Pitol, que por mucho tiempo vivió en los barcos de carga
sin otra habitación fija. Como escritor, el autor de Tríptico del carnaval
se empeña en tergiversar. Su relato es marcadamente deforme, como la
visión que se tiene frente algunos espejos de carnaval. En “Nocturno de
Bujara” narra no la fantasía, sino el desasosiego; y todo es producto de
una farsa. No se maravilla: se extraña. Y se incomoda la verdad o la
versomilitud como si se hablara desde la niebla.
Es posible que una de las anécdotas más frecuentadas en torno a la figura de Pitol sea la que él mismo relata al inicio de El arte de la fuga,
el momento en que el escritor arriba a Venecia y se percata de la
pérdida de sus anteojos. No es sólo ser ajeno, sino sumarle a la
naturaleza de extranjería la imposibilidad. El protagonista de “Nocturno
de Bujara” desconoce la totalidad de la historia que nos ofrece. Su
aislamiento en la realidad de la trama se activa y refuerza en la
reclusión narrativa: es autor de una obra que en parte ignora y que sin
embargo parece realizarse. Nada sabe de Samarcanda ni del falso Feri
Nagy. Pitol forma un acto reflejo de los cronistas de indias que nunca
habían visitado América y que a partir (a imitación) de Marco Polo
deducían las “ínsulas extrañas”. La subversión indaga en terrenos
peligrosos. El blanco de la comedia cruel de “Nocturno de Bujara”
forzosamente se encarna en una italiana con la pregunta implícita: ¿y
qué hubiera sido de los conquistadores si en el momento de la
confrontación hubieran resultado ciertas las historias de gigantes y
demonios? Pero la ceguera del narrador no permite intuir la respuesta y
es así que el efecto de extrañamiento se aguza y perfecciona. El mayor
logro no es el ahondamiento de la veracidad si no su puesta en jaque:
¿es real la realidad? Mientras que la tradición Europea se obstina en la
autenticación de lo maravilloso (como sucede en el genial libro de
Calvino, Las ciudades invisibles) el procedimiento de Pitol es inverso
pero igualmente efectivo: extrañar la realidad. Su movimiento no
consiste en el acercamiento sino en la lejanía: el pasaje final del
relato se lleva a cabo en el aeropuerto a la espera del abordaje. La
distancia se articula también en el recurso de la puesta en abismo:
aparta al lector, redobla la ficción para concluir con una vuelta de
tuerca que profundiza los niveles narrativos. No son de menor ayuda las
procedencias de los personajes, todos extranjeros al cubo que, a pesar
de su situación, no deducen o no vislumbran su extraterritorialidad y
viven en su anomalía como en su patria. Y queda ante los ojos una
especie de humo, como en las actuaciones de los mejores farsantes y de
los más prestigiosos ilusionistas.
Publicado anteriormente en Telecapita.org.
Óscar de Pablo: el insurrecto
En un prólogo a la hermosa novela de Buzzati, El desierto de los tártaros,
Borges nos dice que, aunque es imposible revelar el canon del presente,
existen hombres que el tiempo no dejará morir. Quizá nos aventuremos
mucho, pero es muy posible que en algunas décadas los nombres de Óscar
de Pablo y Yaxkin Melchy lideren la poesía mexicana. El baile de las condiciones,
la penúltima obra de De Pablo, sorteará con facilidad los exámenes más
rigurosos para apropiarse de un lugar en la tradición de nuestro país.
Rebelde
por naturaleza y con causa, el poeta se formó primero, por lo menos vía
institucional, en los trabajos de la política. Su obra no desmerece
esta educación. Su título iniciático, Los endemoniados, utiliza
la retórica cristiana para defender la hermandad entre los hombres y
auspiciar y promover justicia para los sectores más desfavorecidos,
impulsando a sus protagonistas a la compasión, el valor, la honestidad y
la dignidad humana. Aunque solidaria, la voz del poeta no es un
panfleto: abruma tanto su vocación como su intelecto: sus hombres son
más reales que los cientos de personajes que se pasean por algunas
novelas. Es imposible no conmoverse por este grupo que anda a oscuras,
que tropieza y llora y se arrepiente, un resto de esperanzas y de
angustias, que se lamenta por la realidad del hambre, como decía Neruda
que debían hacer los grandes poetas en su lírica. La maestría de este
proceso de construcción, que no da por resuelta la naturaleza de sus
actores desde un principio, suele ser atípica en los escritores jóvenes,
a menos que éstos estén llamados para las grandes tramas. Otro tema y
otra historia, el tiempo también encarna una obsesión para el escritor
citadino: se vincula a los procesos de producción materialista, en tanto
que la vida del hombre moderno se divide en jornadas laborables y días
de asueto. Como Revueltas, recupera para el socialismo el tiempo mítico,
entretejiendo en los ciclos eternos las lentas horas de la realidad
inmediata. Los versículos son un reloj: los versos, tiempo. Como la voz
es su bien más preciado, el dios escriba les da a sus hijos el don de la
palabra divina: y sus nombres son Marcos, Juan, Mateo y Lucas: los
evangelistas. Sabemos que estos hombres se dirigen al abismo, porque
nunca se ha mostrado ingenuo su autor. Sin embargo, esperamos un
triunfo, un dejo de misericordia, aun cuando nos aclaren: “Destruir es
crear, como en el torno”. Al final, un ambiguo canto se eleva, y
esperamos que su significado no sea irónico: “Aleluya”.
El autor reservó toda su capacidad para la pirotecnia de El baile de las condiciones,
posible obra maestra de la poesía mexicana. Hablamos de tempestad, no
de autocomplacencia ni de satisfacción falsa frente al compromiso: los
versos del autor los dicta un huracán. Es intrépido, voraz: allá donde
esté el límite del lenguaje, su plus ultra, su infierno. No le alcanza
la voz, el acto, la frase: tiene que reventar, que desbaratar los
márgenes. Su escritura prosaica es admirable: aún en los versos más
largos (párrafos enteros) está la medida paladeada. Mantiene sus temas,
su naturaleza. Fiel a sí mismo, se celebra nuevo. Desborda la
religiosidad de este conglomerado de poemas. En “Nadie (que yo conozca)
es Tolome III” busca una representación bíblica de un enfrentamiento,
ridiculizando a su vez al hombre autoritario, al tirano con su ejército
de elefantes. Su presentación, novedosa para la obra de De Pablo,
precisa cada detalle, y se desborda y se contiene, como una presa
edificada por el mejor arquitecto. La poesía no se fractura porque apoya
su dicción y su esencia en la repetición y la reconstrucción de la
palabra, que se hace dos palabras; tres, cien, mil vocablos. La
experimentación es razonada y no decae en un capricho absurdo. Es un
verso que se da a luz, que se reproduce. Repetir y desglosar, ir
aumentando, la añadidura como proceso poético:
Y el mar es la ciudad hecha de lucecitas. Y su marea lo va/ desenredando en mares. Y es también un desierto que se crispa de flechas, de luces y de espuma. Y se alza de cerveza. Y se queda dormido como un tronco. Y despierta ciudad. Y son veinte millones de arcos tensos, cada uno con su flecha. Y es una maquinaria. Y es una enredadera estrangulada/ por su trama de hilos.
La disposición de las
comas nos facilita la lectura, administrando las pausas con suficiencia
para hacer posible la lengua vasta y desplegada. Pero la innovación
formal encubre (sin estorbar) la esencia de la obra de Óscar de Pablo,
que se obstina en su compromiso social, pues en el subsuelo de su poesía
aguarda el mensaje, la denuncia. De igual forma, perdura la angustia
inicial, la decadencia venidera. Es así que en el poema lírico subyace
el verso comprometido. Es la violencia del hombre ante la ley: frente a
su naturaleza. La sensualidad de la palabra tortuosa: como una serpiente
que se anuda y se estrangula suavemente. Un erotismo doloroso, casi
culpable, ante el mundo en llamas. La riqueza verbal de De Pablo hostiga
al lector, es diabólica: “Es un quemarse largo sin crepitaciones/ que
no conoce márgenes ni ruido. Nada hay en el incendio/ sino el incendio
mismo. El cielo de la sierra de Chihuahua/ es una espada blanca,
insomne, interminable”. Su vena amorosa sigue esa ruta: “y en el fondo
de ti, amada, eres el Diablo: dame tu bienvenida”. Y todo es llama.
La
poesía de Óscar de Pablo se postula como una de las grandes creaciones
líricas de nuestro tiempo. Si no escribiera ya más, si desapareciera del
mapa literario, habría partido satisfecho, pues habría cumplido su
cometido: será perdurable como el infierno.
La ciudad abandonada
Y dice Papini:
La ciudad que nos habita, que está en todos. El cascarón del cuerpo, la memoria. Y esos lugares que dejamos, y que nos siguen. No escaparemos de esta ciudad.Y entonces comencé a sentir el horror de aquella ciudad espectral, abandonada por los hombres, desierta en medio del desierto. Bajo la luna, en aquel dédalo de callejones y de plazas habitadas únicamente por el viento, me sentí espantosamente solo, infinitamente extranjero, irrevocablemente lejano de mi gente, casi fuera del tiempo y de la vida.
(...)
Nadie, en toda la Mongolia, ha querido decirme el nombre de la ciudad deshabitada. Pero con frecuencia, en Tokio, en San Francisco, en Berlín, vuelvo a verla como un sueño terrorífico, del cual, tal vez no se desearía despertar. Y me siento punzado por la nostalgia, por un gran deseo de volverla a ver.
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