Mi
incredulidad me lleva a considerar pocas novedades como verdaderas. A mis ojos,
la evolución fue la primera vanguardia, la única. El hombre que dijo las
primeras palabras fue el más arriesgado, el más original. Después de ese
balbuceo todo ha sido agotada repetición. Los movimientos literarios me
fastidian cuando su orgullo está sólo en la inventiva, la falsa inventiva. Las
novedades envejecen más rápido que el perfeccionamiento, que es inagotable.
Pero, aún con mi obstinación, hay que admitir la importancia de ciertos
experimentalismos: detrás está la investigación sobre la naturaleza de la
literatura y sus límites.
El
siglo XX fue el siglo de la experimentación literaria, o al menos lo fue en
espíritu. También fue la época de la consigna política. Las naciones vieron
entonces enfrentadas a dos facciones culturales: los comprometidos y los
vanguardistas. Cualquier exploración seria deja patente que las categorías se
trasvasan y que un comprometido muchas veces es también un formalista. Que
diversas vanguardias se decantaran en movimientos políticos debería hacemos
entender que el riesgo es un compromiso. Aunque para los escritores sociales el
trabajo del artista, al menos desde lejos, tomara el aspecto de la comodidad si
no se abocaba a la denuncia, la preocupación central era la misma, o como
mínimo la pregunta que originaba era similar: ¿contra qué lucha el escritor?
¿Cuál es su riesgo? Es también ésta la pregunta de Rayuela, su juego, su búsqueda.
Hablar
de riesgo y de libros conlleva, en nuestros días, cierta imprecisión y
falsedad, toda vez que a ojos de un reseñista pagado cada novela es la más
arriesgada (del autor, de la literatura regional, del siglo o del género). Hay
que decir, pues, qué es el riesgo de Rayuela,
y no lo es, aunque se crea, su orden. La estructura del juego, ese salto a una
y otra casilla, se inventó a principios del XX y lleva el nombre de montaje (y
si forzamos la percepción, el cubismo hace saltar también la vista de un
fragmento a otro). Rayuela no es ni
la primera ni la última en hacer uso del arte combinatorio, quizá el arte por
excelencia. Los desencantados, el
“libro en una caja” de B. S. Johnson que consiste en pliegos sueltos para que
el lector elija su disposición se publicó seis años después que la novela de
Cortázar. El tarot, que Alberto Cousté define como “el libro de la imaginación”
y cuya lectura es cambiante, desordenada, trasformativa, antecede a Rayuela por cientos de años. La obra de
Cortázar habla de la locura. El tarot enloqueció a un rey de Francia. El circo
en Rayuela representa el juego, la
entrada a un mundo de valores subvertidos, por eso sus empleados pueden
transitar hacia el psiquiátrico cuando el dueño compra el hospital: estaban ya
cerca de la locura. El tarot surgió también de un juego de cartas y derivó en
la adivinación, esa revelación de la mente que le ocurre a los profetas y a los
lunáticos (esa realización de la realidad más allá de la realidad que le ocurre
a más de un personaje de la novela).
Reducir
la obra de Cortázar a un truco formal, no tanto una técnica como un espejismo,
supone que la propuesta no se distancia mucho de un chiste: que se agota cuando
se conoce el remate humorístico. Triste desenlace de los renovadores: ser el
primero en algo, o el aparente primero, es un estigma. Los innovadores llevan
la cruz de la originalidad como su único rostro. Y sin embargo, Rayuela sobrevive a su propia novedad, y
no por una posible lectura secundaria en un orden lineal (o no lineal, si primero
se ha optado por el convencionalismo). Lo que reorganizamos con la lectura de Rayuela no es la historia de Oliveira,
un intelectual que reniega del mundo intelectual pero que está atrapado en sus
discusiones, sino nuestra idea del libro. Supongamos que se pierde el tablero de
instrucciones, que se borran los números al final de cada capítulo, que no
sabemos que hay que detenernos concluido el capítulo “56”, que cierra “Del lado
de acá”, y que leemos Rayuela de la
primera a la última página. Ahí, en ese recorrido, que es como cualquier otro
recorrido literario, se arriesga la idea del libro. Porque la fragmentariedad
de Rayuela no está en el manual que
dicta un orden, más bien se halla en la división tripartita que es separada por
subtítulos y por abismos de estilo, un cambiar de mano a media historia, y
luego la antología aleatoria del tercer acto, algo así como una feria. Este
cambio abrupto, el espejo roto que da vueltas, deforma y divide al lector, al
libro, a la literatura y aún al autor, es su búsqueda incesante, quizá no de
una respuesta absoluta, pero sí de un camino que nos permita por un momento
acercarnos a eso inefable que es la experiencia artística y que también está
representada en la búsqueda de la Maga, una Beatriz moderna que evoca la poesía
y la realidad más allá de la realidad; y aún cuando el giro no es perfecto,
cuando es una propuesta con fallas y resoluciones burdas (que se quiera, por
ejemplo, que cada capítulo, que cada párrafo sea una tesis sobre la vida, el
universo, el hombre, el arte y así sin final, me parece valeroso y
espeluznante; atrevido, pero quizá también liviano), lo que enloquece y
maravilla (el arte) está en que cada uno debe salir a la búsqueda de su Rayuela como quien trata de descubrir
qué es la literatura. Y la duda se enciende igual que cuando uno ve por primera
vez el Guernica o escucha a Charlie
Parker o entra a la obra maestra de Gaudí, la Sagrada Familia, y la garganta se cierra, las palabras no salen y
uno no sabe ni por dónde comenzar.
Sí,
hablar de riesgo, de innovación, de búsqueda es o un peligro o una imprecisión.
Hemos hecho de la novedad nuestra fe. Un mundo sin la idea de progreso, un
mundo acabado descubre nuestras limitaciones tan humanas, mismas que nos
aterran porque revelan que no todo es posible, y la esperanza es nuestro más
duradero acicate para dirigirnos al futuro. No obstante, hay que aceptar que la
innovación suele sonar a estafa, a cosas ya dichas. Quizá sea mejor, como los
escritores comprometidos, referirnos a la novedad y al riesgo como una
responsabilidad, y creer que en la literatura hay algo que se apuesta, es
decir, que hay algo que se puede ganar o perder. ¿Qué arriesgamos, pues, con la
literatura? La realidad.
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