Prepara el trapecista su acto. Hay, como siempre,
multitudes y redoble de tambores. El salto atrae a los niños; a los adultos, la
muerte. Miren que el aire es una cosa de temer. Dios está
hecho de aire. Pero lo que importa ahora es la velocidad, la precisión de las
manos que se buscan como pájaros que migran. No hay red (¿quién busca
aprisionar un vuelo?). Piensan los payasos que el deseo son dos trapecistas en
lo alto (pero los payasos no saben nada del deseo). Cree el mimo que el salto
está hecho de escaleras invisibles. Asegura el mago que no hay acrobacia: los
cuerpos cambian en la cortina del viento.
Bravo, bravo. Risas y ovaciones. Hasta el forzudo aplaude
la pirueta que dibuja dos círculos antes de tender los brazos. Y los trapecios
que ondulan como péndulos; y las manecillas que dan vueltas sobre el vacío del
reloj. El trapecista es una lenta espiral sobre el asombro. Los niños apuntan
al cielo, mudos. Estamos en un circo y en una iglesia.
Nunca ha sido el tiempo tan largo. No era un caer, sino
un sumergirse; como un buzo hacia las profundidades sin luz. La mano que dice
adiós y el trapecista que se despide; quién sabe si con una sonrisa o quebrado
por el llanto.
¿Qué se puede decir del horror, que no sea un chiste? “Es
una broma, una broma”, dice el payaso en el centro de la arena. “Es una broma,
una broma”, y ofrece una flor.
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